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III Domingo de Pascua

Estamos ya en el III domingo de Pascua. Seguimos celebrando con gran alegría la resurrección de Cristo. Ese es el verdadero fundamento de nuestra fe. Porque su muerte no era el final. Era el paso necesario para que Dios lo resucitara y, presentándose ante sus discípulos, creyésemos en Él definitivamente. «Para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios», nos decía San Juan el domingo pasado. ¿Recuerdas también cómo describía la escena de su primera aparición? «Estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Encerrados, acobardados, con miedo. Sin la resurrección, Cristo pasaba a ser un profeta más y, después de lo sucedido, de los enfrentamientos con los judíos, las acusaciones que se hicieron contra Él, el juicio al que fue sometido y su posterior muerte y ejecución en la cruz, declararse seguidor de Jesús era una temeridad, además de un sin sentido. Sin la resurrección, sus enseñanzas se convertían en las palabras de una maravillosa persona que, simplemente, pasó haciendo el bien.

Pero la resurrección lo cambió todo. El hecho de verlo, hizo que los discípulos pasasen del miedo a la alegría y de la cobardía al deseo de que todas las personas conociesen a Jesús. Que supiesen que Cristo era verdaderamente el Hijo de Dios y que sus enseñanzas eran el único estilo de vida verdadero. Aquello que estaban viviendo era algo tan grande que ya no tenían miedo. 

A pesar de la orden del sumo sacerdote, cuyo interrogatorio escucharás en la primera lectura de este domingo, «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre?», Pedro y los apóstoles no sólo seguían predicando en Jerusalén, sino que «salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre», quizás pensando en aquellas palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegráos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros».

Pedro tenía muy claro el mandato de Jesús. Como cuenta San Juanen el Evangelio, Él mismo, en su tercera aparición, cuando le manda echar las redes al lago Tiberíades, se sienta a cenar con el grupo de discípulos que allí estaban y le dice en varios momentos a Pedro: «Apacienta mis corderos»; «pastorea mis ovejas»; «apacienta mis ovejas»; y finalmente, añadió, «Sígueme».

Fíjate. La resurrección trajo una transformación vital. Mientras Jesús estaba vivo, los discípulos se limitaban a escuchar y aprender. Tras su muerte, lo olvidaron todo. Jesús los estaba enseñando para que, tras Él, fuesen por todo el mundo a Evangelizar. Se lo había dicho muchas veces, pero sin Él, el miedo los superaba. La resurrección hizo la transformación. Perdieron el miedo y se dedicaron a difundir las enseñanzas de Jesús.

Por otro lado, es bueno fijarse en el detalle de que Cristo siempre los encontró juntos. Estaban «reunidos» en una casa tras su muerte, «estaban juntos» en el lago Tiberíades… Desde el principio,sintieron la necesidad de estar en unión, de formar comunidad. 

Y como tercera gran conclusión. Tras la resurrección Cristo sigue insistiendo en que difundamos su mensaje. «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo», pudiste escuchar el domingo pasado. «Apacienta», «pastorea» y «sígueme», repetirá en el Evangelio de esta semana.

La resurrección nos transforma, la comunidad nos da la fuerza y el mensaje de Cristo no da la misión.

Autor: Javier Trapero, laico msc

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