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IV Domingo del Tiempo de Cuaresma

El capítulo 15 de Lucas son las llamadas parábolas de la misericordia. Son tres. Empieza con dos objetos perdidos, un animal y una moneda. Hasta resultan simpáticos sobre todo por la alegría que se comparte con otros cuando finalmente se recupera lo perdido. La última de las parábolas toca más fuerte al espíritu del ser humano, porque habla de la realidad que se vive en muchas familias y de las relaciones que se establecen entre ellos. Y toca muy de cerca no sólo porque se trata de seres humanos, sino porque además son “sangre de mi sangre”. Se quiere aplicar a lo que hace Dios con nosotros personalmente, y por eso se conoce también esta parábola como la del “padre misericordioso”, pero es inevitable no pensar también en las relaciones familiares. Es decir, en esta tercera parábola Jesús se hace más profundo y vital, porque no todo el mundo debe a todo el mundo (como el siervo despiadado de Mt 18, 21-35), pero sí hay cuestiones en todas las familias que habría que purificar. Por eso esta parábola lleva un mensaje muy actual.

El hijo menor tomó una decisión consciente, no correcta, pero sí “libre”. No fue correcta, porque pedir la herencia en vida es como decirle que para él el padre está como muerto (la herencia se recibe con la defunción del progenitor). El padre, que era bueno, se la da, y lo siente no porque se vaya, sino porque lo hace sin un plan de vida y por lo tanto más que triste por la petición imagino que lo está por “¿¡y qué será de mi hijo!?”. Y espera, paciente, el regreso, que se produce cuando el hijo se da cuenta de su error. Se dio cuenta por lo mal que estaba viviendo, pero al menos se dio cuenta. El orgullo (siempre busquemos el lado positivo de la persona) no le llevó a seguir alejado, sino que, con humildad, aunque con una forma de pensar diferente a la del padre, se puso en camino y quiso restaurar lo que había roto: la comunión. Si la parábola es para explicarnos cómo es Dios, deducimos que ya sabe el padre que el hijo iba a regresar. ¡Qué interesante! ¡Podremos volver a casa, aunque nos hayamos ido lejos!

Y, lo más importante, recuperar nuestra dignidad perdida. No se trata de darnos golpes de pecho, que las consecuencias de nuestros pecados también nos han dañado suficiente, sino de ser agradecidos por el amor y el perdón de Dios que nos conoce muy bien y ser testigos ante los demás de esta misericordia que nos renueva y fortalece. Desde lo vivido, aunque haya sido negativo, si le buscamos el lado, podemos hacer una versión mejor de nosotros: etapa superada y renuevo mi compromiso por la vida y por mi fe; pero si nos mantenemos atrapados en el error, si le damos demasiada fuerza, no aprendemos de él, seguimos tristes por lo sucedido, le hacemos dueño de nuestras vidas y de nuestro futuro, no dejamos que la gracia de Dios haga su trabajo de transformacióny no avanzamos ni somos testigos de la esperanza que Dios nos transmite. Suerte que el hijo menor aceptó el abrazo del padre misericordioso y se liberó de sus miedos.

El hijo mayor también tomó su decisión libremente, quedarse en la casa del padre “sin desobedecer una orden tuya” (v. 29), y consciente también, pero no le sirvió para entender el corazón de su padre. Esto nos viene muy bien para pensar en nuestra actitud “fiel” a Dios, si nos ayuda también a entender su corazón y que el nuestro se mueva a su ritmo. Pero a mí, el que más alegría me da fue ese otro criado que le habla al hijo mayor del regreso de “tu hermano”, le dice. El hijo mayor no le llama así: “ese hijo tuyo” le dice enejado al padre en el v. 30. Ese otro criado sí entendió bien como era el patrón. Seguro que al final el hijo mayor también se incorporó a la fiesta. Todos necesitamos nuestro tiempo y tenemos que hacer nuestros procesos para entender bien el camino de la fe… y todos contentos y felices y el amor de Dios sigue haciendo su trabajo.

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