
Jueves santo, en la Cena del Señor
Los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) relatan la institución del sacramento de la Eucaristía, mientras que en el Evangelio de Juan se pone el acento en algo diferente. La ausencia del relato de la institución de la Eucaristía se justifica por el hecho de que el Evangelio joánico está escrito hacia finales del siglo I, cuando la práctica de la Eucaristía estaba ya muy extendida y se conocía su origen. Por tanto, no había necesidad de volver a contarla. En cierto modo, sin embargo, el evangelista Juan exagera, quiere que en esta ocasión se instituya un segundo Sacramento, el del servicio. Y así es como el lavatorio de los pies adquiere un lugar privilegiado, es un verdadero sacramento, es decir, un lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Por eso, desde el siglo IV, la Iglesia quiere que el que preside la Missa in Coena Domini lave los pies a sus hermanos.
Jesús enseña, a los discípulos y a nosotros, algo que aprendió primero de dos mujeres: «una mujer pecadora de aquella ciudad, al saber que [Jesús] estaba en casa del fariseo, vino con un frasco de aceite perfumado; y deteniéndose, lloró a sus pies y comenzó a bañarlos con lágrimas; luego los secó con sus cabellos, los besó y los roció con aceite perfumado» (Lc 7,36-38) y por María de Betania hermana de Marta, que «tomando una libra de aceite perfumado de nardo verdadero, muy precioso, roció los pies de Jesús y los secó con sus cabellos, y toda la casa se llenó de la fragancia del ungüento» (Jn 12,3). Estas mujeres, llevadas por un exceso de amor, le lavaron y perfumaron los pies durante una cena. Aprendiendo la lección de ellas, Jesús reproduce ese gesto, añadiendo palabras solemnes para que el servicio de Jesús se convierta en icono y paradigma de las relaciones comunitarias de los cristianos de todos los tiempos «Porque ejemplo os he dado, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).
Jesús nos deja un gran ejemplo de humildad, no sólo porque se inclina para lavar los pies a sus discípulos, rompiendo el gesto que ilustra la relación entre esclavo y amo, sino sobre todo porque el gesto que realiza lo aprendió de otros y, comprendiendo su valor, lo hizo suyo, para que se perpetúe para siempre.
Señor Jesús, que te hiciste siervo por amor, déjame ser lavado por ti, para que yo también comparta contigo y pueda hacer lo mismo con mis hermanos. Amén.
Autor: Hno. Gianluca Pitzolu, msc