Ir al contenido principal

Santos Pedro y Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

Jesús no interroga por curiosidad, sino para despertar una llamada. “¿Y ustedes, quién dicen que soy?” (Mt 16,15). No basta saber quién es Jesús por lo que dicen los demás. La verdadera vocación comienza cuando esta pregunta se vuelve personal. Toda vocación – sacerdotal, consagrada, matrimonial o laical – nace de una respuesta única y confiada a esta pregunta del Señor: ¿Quién soy Yo para ti?

Pedro, con su respuesta, se convierte en piedra: no por tener certezas, sino por atreverse a confiar. Su vocación no es fruto de su fuerza, sino de su apertura a una palabra que no entendía del todo, pero que amaba.

Pedro es el pastor de los cercanos; Pablo, el apóstol de los lejanos. Ambos son llamados, no por méritos, sino por gracia. Pedro fue alcanzado por la ternura de Cristo en la orilla de su negación. Pablo fue derribado por la luz en el camino de su soberbia. Dos historias heridas, pero tocadas por una misma Misericordia. San Agustín lo dijo con belleza:

“Ambos apóstoles se complementan como los dos ojos del cuerpo: uno ve de cerca, el otro más lejos, pero ambos miran con el mismo corazón” (Sermón 295).

Cada vocación auténtica es así: una herida tocada por la luz; un corazón dividido que Cristo unifica.

Jesús da a Pedro las llaves, no para cerrar, sino para abrir. “Lo que ates en la tierra será atado en el cielo…” (Mt 16,19). Las llaves no son signo de control, sino de servicio: abrir las puertas del corazón humano a la misericordia.

Pablo, en cambio, nos habla del dinamismo vocacional: “He peleado el buen combate, he mantenido la fe” (2 Tm 4,7). La vocación no es una comodidad, es una carrera, un despojo, un camino que se hace amando.

La Iglesia que surge de estos dos testigos es una Iglesia que guarda y que envía, que permanece y que arriesga. Una Iglesia con en una mano y alas en la otra.

El viernes celebramos el Sagrado Corazón de Jesús, herido y abierto. Ese Corazón es el origen de toda vocación. No se puede escuchar un llamado si no se apoya primero la cabeza, como Juan en la Última Cena, sobre el pecho del Señor.

Es allí donde Pedro aprendió a amar de nuevo, y donde Pablo intuyó el misterio: “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Toda vocación nace de ese amor que no exige, sino que atrae; no impone, sino que transforma.

El Corazón de Jesús nos enseña que ser llamado no es ser elegido para algo especial, sino ser amado hasta el extremo. Y solo quien se sabe amado hasta el fondo, puede decir: “Tú eres el Cristo” y vivir para Él.

Esa pregunta sigue latiendo. Tal vez te la hace hoy, en medio de tus dudas o certezas, tus miedos o tu entrega. ¿Quién soy para ti? No respondas con definiciones. Responde con vida. Con tus pasos. Con tu tiempo. Con tu sí, como Pedro y como Pablo. Como alguien que ha dejado que el Corazón traspasado de Cristo modele el suyo.

Pidamos hoy por todas las vocaciones: las que están naciendo, las que están cansadas, las que luchan por ser fieles. Que el testimonio de Pedro y Pablo nos recuerde que Dios no llama a los perfectos, sino que perfecciona a los que llama. Y que su Corazón abierto siga siendo el hogar donde aprendemos a amar y a ser enviados.

Autor: Hno. Gianluca Pitzolu msc

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *