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Viernes santo

En todas las iglesias del mundo domina hoy el silencio. No se celebra misa, ni las campanas marcan el paso de las horas, ni suenan los órganos ni las guitarras. Las flores no adornan las bellas estatuas, las velas no calientan ni iluminan nuestros templos, y los manteles coloridos y bordados no adornan nuestros altares. El centro de este día es la cruz. Y siempre es conmovedor, dentro de este ambiente austero y contemplativo, el relato de la Pasión a través de las palabras del evangelista Juan. De todo este significativo relato de la Pasión nos detendremos a mirar – sí, digo «mirar» porque no hay nada que explicar, sólo hay que ver; el ojo, en esta mirada, se convierte en el órgano del corazón- los dos versículos que representan el clímax de la Pasión:

«Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed.» Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido.» E inclinando la cabeza entregó el espíritu».

(Jn 19, 28-30)

Estos versículos encapsulan un momento que fija la eternidad en piedra y, si te fijas, hay palabras que se repiten casi obsesivamente: «sabiendo que ya todo se había cumplido», «dijo para que se cumpliera la Escritura», «Jesús dijo: “¡Todo está cumplido!”». Significa que todo se lleva al «límite último», al «cumplimiento», a la «perfección». Y recuerda el comienzo de la Pasión, en el capítulo 13 de Juan – que escuchamos en la celebración de ayer -, cuando dice que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el límite». La muerte de Jesús no es el final, sino el cumplimiento de su existencia y de su misión de Hijo. Su sed de amor queda totalmente colmada: aceptando el vinagre de nuestra vida malograda, nos da a cambio su Espíritu, su vida, que es todo y sólo amor para nosotros. De este modo, también nosotros podemos amar como somos amados, haciéndonos «uno» con Él y con el Padre, y los unos con los otros. Nuestra fe se apoya en la cosa más bella del mundo: un acto de amor. Es bello quien ama, es bello quien ama hasta el extremo. Nuestra fe descansa sobre un acto de amor perfecto.

No lo olvidemos nunca: por amor a nosotros, viene a salvarnos. Unámonos en oración en torno a la cruz que nos ha dado la salvación y hagamos nuestra esta oración de Marion Muller-Colard, teóloga francesa de nuestros días:

Quisiera, Dios mío, llevar las riendas de mi vida, ser el único dueño de los acontecimientos, conquistar mi propio destino, ganar mi salvación con el sudor de mi frente y de mis pensamientos.
Y por eso te suplico: sálvame de mí mismo, ábreme a Ti.
Me entrego de buen grado al canto de las sirenas, a las lenguas de las serpientes que me hacen saber que puedo ser el centro de un mundo que modela mi camino, según mi placer.
Por eso te suplico: sálvame de mí mismo y devuélveme a ti.
Me dejo tentar por la idea de que ser libre es decidir por mí, dictar mi propia ley, satisfecho de pensar que no necesito a nadie.
Y por esto te ruego: sálvame de mí mismo y hazme libre en ti.

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