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VII Domingo del Tiempo Ordinario

Los textos de este Domingo hablan de la magnanimidad, característica fundamental del programa del Reino. Ya los filósofos paganos conocían y admiraban esta virtud. En el Antiguo Testamento recibe un fundamento más profundo y con Cristo se convierte, como amor a los enemigos, en imitación del propio Dios.

David (según la primera lectura) tenía la ocasión de matar a su enemigo Saúl mientras este dormía. Pero David no lo hace, sin duda por magnanimidad, aunque la razón que da para no hacerlo es la siguiente: “No se puede atentar impunemente contra el Ungido del Señor”. El temor ante el “ungido” le lleva David a ser magnánimo, cosa que no hace con otros enemigos. En efecto, cuando está a punto de morir, ordena a su hijo Salomón que practique la venganza contra sus enemigos. 

Jesús va mucho más lejos: “Amad a vuestros enemigos… no juzguéis”. Ya no se trata de actos heroicos de magnanimidad, sino de una actitud del corazón, expresamente asimilada a los sentimientos del propio Dios “que es bueno con los malvados y desagradecidos”.

Lo que Saúl era para David, lo es ahora cualquier hombre para nosotros, pues todo hombre ha sido ungido por la muerte expiatoria de Jesús. Y con ello la magnanimidad pasa de ser una virtud humana admirada (eso era en la filosofía pagana) a convertirse en algo natural y cotidiano desde el punto de vista cristiano, porque el cristiano sabe que él mismo es un producto de la magnanimidad divina. Y todo hombre lo es también.

Es imposible pensar en una moral más exigente que ésta. “Pero entonces ¿quién podrá salvarse?”. Esto sería imposible si estas fueran exigencias de una ley y no, evangelio (Buena Noticia). No son condiciones para poder acercarnos a Dios; ¡son mas bien, las consecuencias del hecho de que Dios se acercó a nosotros!.

Es lo que nos dice Pablo en la segunda lectura: con su muerte y resurrección Jesucristo se convirtió en el Hombre nuevo, el “hombre celestial” que es el fundador de una nueva humanidad. Bajo esta luz, las exhortaciones de Jesús dejan de ser absurdas: él las realizó todas y puede hacernos participar de su victoria por medio de su Espíritu.

Esta transformación se realiza especialmente a través de la Eucaristía, en la que recibimos al Hombre nuevo para irnos convirtiendo poco a poco en hombres nuevos.

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