
Asunción de la Bienaventurada Virgen María
María, a diferencia de este servidor, habla poco, muy poco. De hecho, sólo se recogen seis frases suyas por escrito. En cambio, las fiestas con las que la Iglesia la recuerda (la anunciación, su nacimiento, su nombre, su maternidad, su inmaculada concepción, hoy mismo su asunción) son muchas, por lo que a veces se torna difícil elegir qué lecturas utilizar. No es el caso de esta fiesta. Porque ¿Qué significa la fiesta de la Asunción? ¿Qué supone para nosotros, para nuestra vida de fe? El Evangelio que acabamos de escuchar nos da la respuesta. Porque la Asunción de María es la Exaltación de su humildad. Es también una prueba de que Dios siempre, siempre, cumple sus promesas. La Asunción de María es la plasmación de aquello que dijo Jesús en otro pasaje del Evangelio: “Quien se humille será ensalzado, y quien se ensalce será humillado”. Pero una humildad bien entendida. La humildad que ensalza Dios no es la de creerse menos que los demás; no es la de decir: yo no tengo dones, yo no soy tan bueno como decís que soy. Eso es falsa modestia. La humildad de María y la que quiere Dios de nosotros no es negar nuestros talentos, nuestros dones, nuestras habilidades, sino reconocer de quién vienen y ponerlos en práctica para el bien de los demás. Fijaos que es eso mismo lo que hace María, reconoce lo que el Señor ha hecho por ella y en ella, es por esas cosas que se alegra. Reconoce que la fuente de su alegría es lo que hace Dios por ella. Es eso lo que la hace bienaventurada.
Escuchemos de nuevo lo que dice: Proclama mi alma la grandeza del Señor (no la mía), se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador (no en mí, no en mis cualidades, en mis talentos, en mis dones), porque ha mirado la humildad de su esclava. Porque ella reconoce que todo por lo que alabamos nosotros y la han alabado antes en la historia es porque “el PODEROSO ha hecho OBRAS GRANDES EN MÍ”. Su nombre es Santo. Esa es la humildad que ensalza Dios. ¿Cómo? Con su Asunción a los cielos en cuerpo y alma. María fue una mujer como muchas de las que estáis aquí. De carne y hueso, como todos nosotros. Si la resurrección de Cristo, como nos recuerda San Pablo en la segunda lectura, es la primicia de la humanidad, lo que nos espera, María es la primicia de la Iglesia, la primera de todos nosotros. En ella, en su Inmaculada Concepción, actuó la gracia de la redención de su hijo con carácter previo. Porque ella también tuvo que ser redimida. La asunción de María es un espejo en el que podemos mirarnos. Es lo que nos espera si dejamos que el Señor haga maravillas en nosotros. Si le dejamos actuar con su gracia en nuestras almas. Todos podemos y debemos cantar un Magníficat por todo lo que hace Dios en nuestra vida, pero para ello necesitamos un corazón humilde y agradecido.
No quiero cansaros mucho yendo al detalle del canto, pero permitidme compartir dos detalles que me llaman la atención: Lo primero son las numerosas referencias a la misericordia de Dios, ver como ensalza a los humildes y humilla a los soberbios. De nuevo el ensalzamiento de los humildes y la humillación de los soberbios. La otra cosa que me llama la atención de este canto es la frase: SU NOMBRE ES SANTO, y SU MISERICORDIA ALCANZA DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN A LOS QUE LE TEMEN. Después de esa frase continúa dando ejemplos en los que Dios ensalza a los humildes y humilla a los soberbios. Esta frase: SU NOMBRE ES SANTO me recuerda mucho a otra frase que rezamos en el Padre Nuestro: SANTIFICADO SEA TU NOMBRE. Si pensamos un poco, quizás María nos da una pista de qué significa pedir que el nombre de Dios sea santificado. Quizás estamos pidiendo que el nombre de Dios se reconozca como santo EN NUESTRA VIDA, como lo fue en la vida de María.
Santificado sea tu nombre, ¿no querrá decir que nosotros, con nuestro ejemplo y testimonio de vida, debemos transmitir la Santidad de Dios mostrando su MISERICORDIA, siendo nosotros a su vez misericordiosos y mostrándonos humildes y ensalzando a los que lo son? ¿Cuántas veces pisoteamos a los humildes, a los que no se quejan, a los que están por debajo, y sin embargo nos acobardamos ante los poderosos, ante los príncipes de este mundo? En cambio, Jesús se mostró misericordioso con los humildes, con los que se sentían pecadores, y expulsa del templo a las autoridades, a los soberbios: se enfrentó a ellos, los llamó hipócritas, sepulcros blanqueados…reprende a sus discípulos cuando discuten por quedarse con los mejores puestos, les da un ejemplo de servicio y de humildad lavándoles los pies…
Pidamos pues hoy a María que nos ayude y enseñe a ser humildes, como enseño a su hijo, para que reconozcamos la grandeza de Dios en las cosas que ha hecho por nosotros, por nuestros seres queridos, por todo lo que nos ha dado, y que, con nuestra alegría, con nuestro ejemplo y testimonio de vida, de caridad con los demás, los demás sepan reconocer a Dios. Señor, que podamos decir con nuestra vida, no solo con nuestros labios: SANTIFICADO SEA TU NOMBRE. Y cuando comulguemos ahora en un rato, pidamos al Espíritu Santo que nos inspire un Magníficat, un canto de acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho y sigue haciendo en nosotros.
Autor: P. Jaime Rosique msc