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Amados por Dios para amar a los demás.

Siempre nos hemos preguntado -y seguimos haciéndolo- cuál es la esencia de la fe cristiana, cuál es el núcleo del cristianismo. La Primera Carta de Juan es una herramienta útil en nuestras manos precisamente para responder a esta pregunta, porque se considera un poderoso esfuerzo por centrarse en lo esencial; como si dijéramos que Juan puso todo su empeño, tanto en el Evangelio como en la Carta, en ayudarnos a fijar lo esencial de nuestra fe. Incluso una lectura rápida del texto revela que Juan habla de las mismas cosas, pero siempre de una manera diferente, nueva.

Juan, el discípulo predilecto y por ello llamado también Epistèthios: epíteto propio de la tradición griega dado en virtud de que durante la Última Cena Juan apoyó su cabeza en el pecho de Jesús para preguntarle quién le traicionaría, según se narra en el Evangelio de Juan: Y así, reclinado sobre el pecho de Jesús, le dijo: «Señor, ¿quién es?» (Jn 13,25), no teme ser considerado tedioso y no se cansa de repetir una y otra vez las mismas cosas. Se dice incluso que cuando, anciano y ya enfermo, iba los domingos a predicar a la asamblea cristiana, predicaba siempre la misma frase: «Hijos míos, amaos los unos a los otros»; la gente, cansada de escuchar una y otra vez la misma frase monótona y repetitiva, empezó a quejarse con él, pidiéndole que les dijera otra cosa, algo más, pero él respondía: «Esto es lo único esencial; si hacéis esto, lo habréis hecho todo». En el capítulo 4, versículo 16, se resume bien esta experiencia de esencialidad que caracteriza a Juan: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él».

Llenos de esperanza

En la introducción a la Encíclica Deus Caritas est, Benedicto XVI cita esta frase joánica del capítulo 4 y dice: «Juan nos ofrece, por así decirlo, una fórmula sintética de la existencia cristiana. (…) Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. En el comienzo del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte y, por tanto, la orientación decisiva». Dios es amor y, en virtud de ello, tenemos la consoladora certeza de que nos ama con amor eterno: «Te he amado con amor eterno» (Jr 31,3). Esta frase del profeta Jeremías debe llenarnos de esperanza y alegría porque Dios nos ama, y nos ama de un modo especial, con un amor eterno, perpetuo… para siempre. La fe en este amor de Dios se manifiesta en lo cotidiano de nuestra vida, día tras día, a medida que nuestro corazón se va formando según los sentimientos del Corazón de Cristo.

El amor no es un cuento de hadas

El comienzo de nuestra identidad cristiana se realiza en la experiencia del encuentro con la persona de Jesús, que nos amó primero. Redescubramos en nuestro corazón este amor que Dios nos tiene y derramémoslo en los demás. El amor no es un cuento de hadas, ¡una teoría! El amor se traduce en actos y obras concretas y reales por los demás. Si nos sentimos amados de una manera especial por Dios, entonces sentimos la necesidad, la necesidad de amar a nuestro prójimo. Dios es el primero que toma la iniciativa de amarnos con un amor inmenso. Dios nos ama de forma gratuita e incondicional. El Padre Joao Batista Libanio, teólogo brasileño de la Compañía de Jesús, resume el carisma de los Misioneros del Sagrado Corazón en esta hermosa frase: «Amados por Dios, para amar a los demás». Esta frase, sin embargo, puede extenderse a todos los verdaderos devotos del Sagrado Corazón, es más, a todos los hombres de buena voluntad que se esfuerzan, día tras día, por hacer el mundo más bello, más humano, más verdadero. Juan escribió su primera carta cuando la comunidad cristiana que había fundado y dirigido estaba en crisis por dos razones: la primera razón era que algunos dentro de la comunidad dudaban de la Encarnación, no aceptaban plenamente el hecho de que Dios se había hecho carne, que Jesús era verdaderamente Dios hecho hombre, el Hijo de Dios; la segunda razón era el hecho de que el respeto y la práctica del amor fraterno, de la caridad, empezaban a fallar.

Juan nos invita a no temer

La comunidad se había instalado en la idea de que conocer a Dios y sus misterios era suficiente para la salvación. ¿Cuántas veces vemos también en los creyentes -o en nosotros mismos- este mismo comportamiento? Pero Juan responde a su comunidad, y a nosotros hoy, que el conocimiento de Dios y de su grandeza debe convertirse necesariamente en amor fraterno, de lo contrario el conocimiento es inútil, superficial, no es real. «En el amor no hay temor, al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone un castigo y quien teme no es perfecto en el amor. Amamos porque Él nos amó primero. Si uno dice: «Amo a Dios» y odia a su hermano, miente. Porque quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y éste es el mandamiento que tenemos de Él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano» (1 Jn 4, 18-21). También San Pablo dice algo parecido a la comunidad de Corinto: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando vendrá lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Cor 13,1-13).

En el capítulo 5, Juan explica a su comunidad por qué decidió escribirles: «Esto os he escrito para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (1 Juan 5,13). Juan escribe, a ellos y a nosotros, para comunicarnos la alegría, el consuelo y la seguridad derivados de la motivación de que, en el camino hacia Jesús, ya poseemos la vida eterna; permaneciendo en unión con la Iglesia, aceptando la fe en el Hijo de Dios, viviendo en la caridad y el amor fraterno. Juan nos invita a no temer, a no turbarnos por nada ni por nadie. No tengamos miedo porque la vida nos la da Dios gratuitamente porque nos ama; sólo depende de nosotros amar.

Amados por Dios, amar a los demás.

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