Ir al contenido principal

Domingo XVII del Tiempo Ordinario

Jesús no enseña técnicas. No hace talleres. No entrega fórmulas. Cuando uno de sus discípulos le pide: “Señor, enséñanos a orar”, Jesús no responde con teoría… responde con confianza. Les da una oración tan simple, tan infantil… y al mismo tiempo tan revolucionaria.

“El pan de cada día dánoslo hoy…”
No habla del pan de mañana. Ni del éxito. Habla del hoy. Jesús nos enseña a vivir con los pies bien puestos en el presente. A confiar sin exigir garantías.

Y luego viene la parábola más insólita. Un amigo que llega a medianoche pidiendo pan. ¿A quién se le ocurre? A Jesús. Porque sabe que la fe madura en la medianoche de la vida. En ese punto donde muchos apagan el teléfono, Jesús dice: “sigue llamando”.

El amigo molesto logra su pan “no por ser amigo, sino por su insistencia”. Pero Dios no es como ese vecino hastiado. Jesús lo deja claro: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas… ¿cuánto más vuestro Padre del cielo?” Ahí está el corazón del mensaje: Dios no se rinde contigo. Tú puedes tener dudas, altibajos, dramas existenciales. Puedes decirle “ya no sé si estás” o “no tengo ganas de hablarte hoy”. Pero Él sigue saliendo a la ventana cada noche, esperando tu voz.

La primera lectura es provocadora: Abraham regatea con Dios como si estuviera en el mercado. ¿Y Dios qué hace? ¡Se deja regatear! ¡Se deja tocar el corazón! No es el juez severo, es el Padre que escucha incluso tus argumentos más torpes. A veces parecemos decirle: “Señor, no soy tan bueno… pero ¿me quieres igual?”. Y Él contesta: “Sí”.

Orar no es convencer a Dios de que haga tu voluntad. Es abrirte a la suya. Como dice San Pablo hoy, fuimos sepultados con Cristo en el bautismo. Morimos a una vida centrada en el ego, para resucitar con Él a una vida nueva. Esa vida nueva empieza cada vez que oras de verdad. Y orar de verdad no es recitar frases largas, ni posturear espiritualidad. Es decir: “Señor, aquí estoy. No sé qué me pasa, pero quiero estar contigo”. Orar es mirar al cielo y balbucear, a veces sin palabras. Es hacer silencio con el corazón desordenado.

Si hay algo vocacional en este evangelio, es el movimiento de un corazón que se atreve a llamar a la puerta. ¿Y si Dios fuera ese amigo que tú creías dormido, pero en realidad está esperando que le molestes con tus preguntas?

Vocación es tener el coraje de tocar la puerta del sentido. De preguntarte: ¿Qué hago con mi vida? ¿Para qué he nacido? ¿A quién puedo amar con todo mi ser?

La oración no es evasión. Es una brújula. Y quien se atreve a usarla, aunque sea de noche, no se pierde.

Imagina que vas a medianoche a casa de un amigo y le dices:
—Oye, ¿me das tres panes?
—¿Tres? ¿Y por qué no una pizza? ¿Y ya que estamos, una Coca-Cola?

Así es nuestra oración muchas veces. Empezamos con un “ayúdame con este examen” y acabamos pidiéndole al Señor que nos arregle la vida entera. Y ¿sabéis qué? A Dios le encanta. No porque seas exigente… sino porque al menos le hablas. Y eso ya es fe.

Jesús nos da permiso para orar desde la pobreza. Desde el deseo. Desde el “no sé rezar”. Eso también es oración. Lo contrario no es no saber orar… lo contrario es dejar de buscar.

Hoy, quizás, el Señor te está pidiendo algo muy simple:

“Reza. Aunque no sepas cómo.
Golpea. Aunque no te abran enseguida.
Busca. Aunque aún no veas la puerta.”

Porque tu oración, aún torpe, aún vacilante… es ya el comienzo de tu vocación.

Autor: Hno. Gianluca Pitzolu msc

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *