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II Domingo de Adviento – Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María

(Gn 3, 9-15. 20 \ Sal 97, 1-4 \ Flp 1, 4-6. 8-11 \ Lc 1, 26-38)

Hoy tenemos la feliz coincidencia de que el segundo domingo de Adviento esté presidido por la refulgente figura de la Bienaventurada Virgen María en su Inmaculada Concepción. Es una celebración antiquísima: aprobada en 1476 por el Papa Sixto IV, establecida después para toda la Iglesia por Clemente XI en 1708 y, finalmente, Pío IX proclamó solemnemente su Dogma en 1854.

María, nuestra madre, resplandece en el corazón de la Iglesia porque representa «el gran modelo para una Iglesia joven que quiere seguir a Cristo con frescura y docilidad» (Christus Vivit, 43), porque con su «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» la salvación pudo resonar en todo el mundo y llegar a cada hombre. Con María se inaugura una nueva humanidad, elegida «antes de la fundación del mundo para que vivamos ante Dios santamente y sin defecto alguno, en el amor […]. En él también hemos sido hechos herederos, predestinados según el designio de Aquel que obra todas las cosas según su voluntad para alabanza de su gloria, nosotros que ya de antemano esperábamos en Cristo» (Ef 1,3-6.11-12).

En María, la santidad de Dios nos alcanza y su caridad nos reviste. Nos hacemos hijos en el Hijo y herederos de Dios. Gracias a María, también nosotros encontramos la «gracia ante Dios». Sin embargo, como en el Evangelio de hoy que nos ofrece la Liturgia, esa propuesta que el ángel dirige a María se dirige también a cada uno de nosotros. ¿Estamos dispuestos a aceptar el plan de Dios para nuestra vida, aunque conlleve dificultades y sufrimiento? ¿Estamos dispuestos a decir «que se cumpla tu palabra y no la mía»?

Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida. Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies. Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna. ¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.

(San Bernardo, abad, Homilía 4, 8-9: Opera omnia, edición cisterciense, 4 [19,661, 53-54])

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