
San Francisco de Asís y el 800 aniversario del Cántico de las Criaturas
Cuenta una historia china que un día el sol se rompió en miles de pedazos que se esparcieron por el suelo. La oscuridad avanzaba y la vida proseguía con dificultad. Un monje, que tenía cerca su celda, guiado por tímidos destellos, empezó a recoger los pequeños fragmentos y a pegarlos. Pasó muchos años en este trabajo, pero finalmente el sol brilló de nuevo y comenzó su viaje. Al pasar por encima de la celda, se detuvo un momento, para restaurar algo de aquella luz y calor que el monje le había devuelto. El sol destrozado, que no es otro que la grave y actual crisis ecológica, llama a toda la humanidad a hacerse representativa de aquel monje trabajador.
Una respuesta admirable nos llega de San Francisco, que vivió en tiempos en los que ni siquiera era concebible que el hombre pudiera tener una acción tan poderosa sobre la naturaleza como para comprometer el equilibrio ecológico del planeta. Sin embargo, si hubiéramos contemplado la creación como era capaz de hacerlo el Poverello de Asís, nunca se habría planteado la cuestión medioambiental, ni siquiera cuando el desarrollo de la tecnología ha puesto en manos del hombre la posibilidad de destruir todo lo que le rodea.
Francisco vivía en extraordinaria armonía con la creación, con las plantas, con los animales, incluso con los elementos físicos como el agua, la tierra y el fuego. Encontró las mejores ocasiones para reunirse en oración en la oscuridad de los bosques, especialmente en los de encinas, como en la ermita de las Cárceles, sobre Asís, o en Greccio, cerca de Rieti, donde aún hoy se pueden encontrar de colosales aferradas a las rocas. En su «Cántico de las criaturas», cuyo 800 aniversario se celebra este año, emerge claramente esta armonía. Considerado el primer poema italiano en lengua vernácula, el Cántico es un himno de alabanza a la Creación, pero también un himno a la misericordia, al perdón y a la toma de conciencia de la cruz como único y último viático para llegar a Dios y a la vida eterna. Al final de su vida, se le dijo, por boca del crucifijo de San Damián, que la tierra se transformaría, y que su cuerpo torturado renacería mucho más hermoso que antes, y con su cuerpo, sin embargo, también toda la creación, que ahora gime con dolores de parto. Su alma en aquel instante se llenó de alegría. Francisco llamó a sus compañeros, les narró el diálogo que había tenido con Jesús y les dijo: «Quiero, pues, hacer una nueva alabanza al Señor por parte de sus criaturas» (Legenda Antiqua San Francisci). Luego empezó a decir:
Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas,
la gloria y el honor y toda bendición.A ti solo, Altísimo, te convienen
y ningún hombre es digno de nombrarte.Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Ya estas pocas palabras revelan la simpatía que Francisco sentía por los animales. Cuando recibía uno como regalo, se apresuraba inmediatamente a liberarlo, como cuenta Tomás de Celano, el primer biógrafo de san Francisco: «Una vez (Francisco) recibió de un hermano una liebre atrapada viva en un cepo, y el santo varón, conmovido, dijo: »Hermano liebre, ¿por qué te has dejado atrapar? Ven a mí». Inmediatamente, la pequeña bestia, liberada por el fraile, se refugió espontáneamente en su regazo como en un lugar absolutamente seguro. Finalmente, Francisco hizo que el fraile la llevara a la silla de montar cercana» (Vita Seconda, CXXV).
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
En este poema, el viento era un hermano. Tenía para él un significado espiritual, viendo en esa criatura que sopla donde quiere, que no está permanentemente arraigada en ninguna parte, el símbolo de su alma pobre y libre al mismo tiempo, siempre abierta a grandes inspiraciones y profundas transformaciones. Lo ve como un signo del Espíritu divino que renueva todas las cosas, que empuja a la Iglesia hacia adelante, alimentando la esperanza.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,
y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.
Incluso el fuego es para Francisco un hermano con el que discutir, como cuando el médico -cuenta de nuevo Tomás de Celano- estaba a punto de cauterizarle los ojos enfermos con un hierro caliente: «Hermano fuego mío -le dijo-, noble y útil entre las criaturas, sé cortés conmigo en esta hora. Siempre te he amado y te amaré aún más, por amor a aquel Señor que te creó».
Alabado seas, mi Señor,
por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.Alabado seas, mi Señor,
por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.Ay de aquellos que mueran
en pecado mortal.Bienaventurados a los que encontrará
en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.
Esto nos lleva a las últimas estrofas del Cántico, las menos conocidas y que nos recuerdan que el Cántico debe leerse en su totalidad. Urgidos por esta naciente mentalidad ecológica, podemos sentir la tentación de detenernos en la «Madre Tierra», transmitiendo tal vez una impresión idílica de ella, como si hubiera sido concebida por un Francisco rebosante de salud y corriendo, un tanto románticamente, sobre praderas doradas. Pero la cruda evidencia de las últimas estrofas dice otra verdad: para entender el Cántico, hay que leerlo hasta el fondo, o quizá incluso empezar por el fondo, donde el escenario es el de una humanidad sufriente, en alma y cuerpo, e incluso en riesgo de perdición, pero la perspectiva cierta y posible del perdón, la reconciliación y la vida eterna dan una esperanza segura. Esperanza de la que saciamos nuestra sed en este año santo y que nos permite, junto con San Francisco, alabar a Dios Padre y Creador, renovando nuestro compromiso de «vivir nuestra vocación de ser custodios de la obra de Dios» (Laudato si’, 217).
Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad.
Todo lo que nos rodea es sagrado y, por tanto, digno del máximo respeto. No sólo en nuestros corazones, sino en toda la creación está presente Cristo, que recapitulará todas las cosas hacia sí, transformándolas y transfigurándolas. El cielo y la tierra serán hechos de esa tierra y ese cielo que la humanidad dejará al final de los tiempos. Y no olvidemos que la tierra es «madre», como decía Francisco, una madre que nos ha engendrado, y por eso todos somos hermanos.