Ir al contenido principal

Cristo rey

(Dn 7, 13-14 / Sal 92,1-2. 5/ Ap 1, 5-8 / Mc 11, 9. 10)

Este domingo celebramos la fiesta de Cristo Rey. Con este día acabamos el año litúrgico (diferente al civil y al escolar) y con el adviento empezamos un nuevo año. Ojalá más santos después de haber celebrado nuevamente los misterios de nuestra fe durante todo el año anterior. El origen de la fiesta es relativamente muy reciente, fue en 1925 por el Papa Pío XI, con la encíclica “Quas primas”, en medio del creciente y fuerte nacionalismo de nuevos países que surgieron tras la caída de los grandes imperios europeos después de la Primera Guerra Mundial, aunque lo curioso es que la primera parroquia en el mundo consagrada a Cristo Rey no fue en Europa, sino en Cincinnati (Estados Unidos) y los pocos fieles que asistieron a la primera Misa vivieron, tanto tiempo después de Jesús, la esencia de lo que significa “ser iglesia” (asamblea) sin ladrillos ni estructura propia en un entorno humilde y sencillo. Lo digo porque le llamamos “rey”, es más, “rey de reyes”, y quizá el atributo no sea importante, al menos como se consideran los reyes de este mundo, si le damos el sentido auténtico que Él mismo quiso darle: “Jesús contestó: “Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá. …Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad…” (cf. Jn 18, 36-37).

Lo digo porque le pusimos corona de oro y lo sentamos en un trono y él claramente dijo que su “reinado no era de este mundo”. En vida no usó corona, la única que tuvo se la impusieron y fue de espinas. No nació en un palacio, ni estuvo en una cuna real, sino fue lejos de su casa, pidiendo, suplicando, posada y fue en un pesebre… Nunca tuvo sirvientes y trabajó ayudando a su padre en una carpintería. No iba en carruaje tirado por grandes caballos blancos, sino itinerante, con sus sandalias, tragando el polvo del camino, pero eso sí anunciando la buena noticia del evangelio y siendo un motivo de esperanza para los que no eran importantes en la sociedad, que eran sus predilectos y eran con los que se juntaba y compartía.

Así nos enseñó a vivir “como reyes”, sirviendo a los demás y dando la vida por todos. No había que dar la vida por él ni conquistar tierras en guerras suicidas. Lo que había que hacer es seguirle y vivir su mensaje, “dándolo todo”, como él lo hizo, por el Reino de Dios y así ganar corazones y comunidades, transformándolas desde dentro en la manera de vivir de los seguidores del Maestro, sin rivalidades ni grupismos. Fue una vida sencilla, austera y solidaria y en comunidad con los doce apóstoles y los setenta y dos discípulos (cf. Lc 10, 1-4) que los envió para anunciar lo mismo que él anunciaba, el Reino de Dios, y además quiso que fueran de dos en dos, en comunión, no como llaneros solitarios, sino apoyándose como hermanos.

Bueno, pues ahí tenemos el desafío para nuestras vidas dos mil años después. Si queremos “rendirle homenaje y poder”, si queremos mostrarle nuestro reconocimiento y gratitud, si queremos decirle que es lo más importante para nuestras vidas…, vivamos a su estilo, como él vivió y nos quiso transmitir. Hagámosle sentir que valió la pena lo que él hizo por nosotros, y sigue haciéndolo. Y un último detalle que veo en esta escena ante Poncio Pilatos que leíamos en el evangelio. A pesar de todo el dolor por las torturas, a pesar de la ironía manifestada y del sorprendente vacío del pueblo al que tanto le había ofrecido y que no le defendieron por miedo a los poderosos y a correr la misma suerte que Jesús (aunque después sí lo harán y ahí está el testimonio de los primeros mártires), él nunca perdió los papeles, la serenidad en esos momentos tan agobiantes fue su protección, la confianza en su misión, en el amor del Padre, le sostuvieron y siguió haciendo el bien hasta el final (el apoyo del Cireneo, me imagino el momento…, y con el buen ladrón) donde se proclamó una gran verdad de fe en boca de un no creyente, el capitán de la guardia romana, “realmente este era hijo de Dios” (Mt 27, 54) y nada que ver sobre lo de “él dice ser el rey de los judíos” (cf. Jn 19, 21).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *