
Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario
(Mal 3,1-4\Sal 23, 7. 8. 9. 10\ Heb 2,14-18\ Lc 2,22-40)
En este domingo cuarto del Tiempo Ordinario, al coincidir con el día dos de febrero, se celebra la Fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo. Por eso hoy proclamamos el evangelio de Lucas 2,22-40, que narra este mismo episodio.
La subida a Jerusalén para la «purificación» de María y la «presentación» de Jesús en el templo enmarcan el centro temático del relato: el encuentro con Simeón, que bajo la acción del Espíritu Santo bendice a Dios y profetiza sobre la misión de Jesús y los dolores de María.
¡Qué palabras las de Simeón! palabras tan bellas que la iglesia las eligió como himno para terminar el día:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel».
«Ahora, Señor, según tu promesa,puedes dejar a tu siervo irse en paz».
Simeón sabía que no moriría sin antes ver al Mesías. Esto también es cierto para cada uno de nosotros. Yo, tú, nosotros no moriremos antes de haber visto al Señor. Yo, tú, nosotros no moriremos sin haber visto el embate de Dios, la salvación germinando, los ángeles sin alas anunciando la maravilla de Dios. Yo, tú, nosotros lo veremos, si somos como María y José que guardan la ley del Señor, y están abiertos a la profecía; se comportan según las reglas y acogen lo inesperado, tranquilizados por el ritual y sorprendidos por el profeta.
«Porque mis ojos han visto a tu Salvador,a quien has presentado ante todos los pueblos:luz para alumbrar a las nacionesy gloria de tu pueblo Israel».
Dios se manifiesta siempre de estas dos maneras, alternando siempre entre la luz y la sombra, el anuncio y la duda, el milagro y lo cotidiano, la profecía de alegría y la espada.
Simeón y Ana, dos ancianos que saben esperar. Orientados hacia Dios como girasoles hacia la luz, ven lo que otros no ven: la ofensiva de Dios ha comenzado, implicará al mundo. Simeón dice: mis ojos han visto la salvación de todos.
¿Qué luz? ¿Qué salvación? ¿Qué luz emana este pequeño hijo de la tierra, aunque tenga ojos de cielo? Ha captado lo esencial: la salvación es una persona, la luz encarnada de Dios, su evangelio, su reino, a la vez luminoso y secreto. Nacido para que yo nazca.
He aquí nuestro consuelo: Jesús es el consuelo que Dios nos ofrece, el final de la noche y de la ausencia; pero Jesús es también el consuelo que Israel da a Dios, porque por fin lo acoge y lo estrecha en un abrazo. En ese Niño que pasa amorosamente de brazo en brazo, Israel consuela a su Señor, reconforta su larga espera, salva el sentido de un Dios que siempre ha buscado al hombre.
La salvación para mí es parecerme a Simeón, como él, tomar a Jesús en mis brazos, estrecharlo como a un ser querido, ver en él lo que los demás no ven, la luz que se derrama de mano en mano. Entonces yo también podré consolar a mi Señor y mi porción del mundo, yo también no moriré sin antes gozar de la luz de su rostro.