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Dos problemas ideológicos en la Iglesia actual

En la Iglesia de hoy hay muchas gracias, muchas luces… y también algunas sombras ideológicas que corren el riesgo de distorsionar el corazón del Evangelio.

El clericalismo

Conoces esas escenas de película: un cura entra en una habitación con una sotana negra, quizá un poco arrugada, y todo el mundo suspira: «¡Aquí llega el clericalismo!». Pero no. El verdadero clericalismo no es una cuestión de tela llevada, sino de tela interior.

El clericalismo – define el diccionario de la lengua española – es una «intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos de otros miembros de ella». Por decirlo en términos más familiares el clericalismo es cuando alguien en la Iglesia (sacerdote, laico, monja, catequista…) utiliza su posición para imponerse a los demás, para sentirse importante, para controlar, para mandar a costa de los demás.

Les contaré una anécdota (cierta, por desgracia). En una parroquia, un joven sacerdote llevaba siempre la sotana, servía a los pobres y confesaba durante horas. Pero se le miraba con recelo: «Es demasiado conservador», decían algunos. Mientras tanto, otro responsable (no era sacerdote), siempre en vaqueros y camiseta, lo dirigía todo con mano de hierro, decidiendo quién podía hablar, quién no, quién ‘estaba en la línea’ y a quién había que reeducar. ¿Adivina cuál de los dos ejercía más clericalismo?

El clericalismo no se combate quitándose el hábito, sino poniéndose el delantal. 

Evangelizadores de primera y segunda división

Segundo problema: la idea, todavía demasiado extendida, de que el «verdadero» misionero, el auténtico y ejemplar, es el que va a África, Asia o alguna isla remota, mientras que el que decide evangelizar en Europa… bueno, ése es un poco menos «héroe». Un poco como si evangelizar en Berlín fuera pan comido, mientras que en la aldea sin agua potable fuera la verdadera prueba de santidad.

Un día, no hace muchos años, una joven religiosa anunció que se iba de misión… a Francia. La reacción a este anuncio fueron sonrisas, palmaditas en el hombro y un simpático «¡ah, pero entonces no es una misión de verdad!», como si París fuera ya el Paraíso. La hermana, pacientemente, respondió: «En África tienen sed de agua, es cierto. Pero aquí hay sed de sentido, de fe, de Dios… y la sed es la misma en todas partes».

Evangelizar hoy en Europa es como intentar vender paraguas en el desierto. Nadie cree que sean necesarios. Es una misión silenciosa, paciente, a menudo invisible, pero fundamental. 

Si un corazón se convierte en Roma, es una alegría tan grande como una conversión en Kinshasa.

La Iglesia necesita liberarse de ciertos patrones ideológicos. Ya no hacen falta etiquetas fáciles como «tradicionalista» o «progresista», «verdadero misionero» o «falso sacerdote». Necesitamos volver al Evangelio, donde los que dirigen lo hacen sirviendo, y donde la misión está dondequiera que haya un alma a la que amar.

Por otra parte, Jesús no llevaba sotana, pero sabía lavar los pies. Y nunca salió de Palestina, pero cambió el mundo.

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