
Encíclica Dilexit nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo
Dilexit nos es la cuarta carta encíclica del Papa Francisco, dedicada al amor humano y divino del corazón de Jesucristo. El Papa Francisco nos invita a redescubrir la devoción al corazón de Cristo para que seamos «capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común» (217).
La importancia del corazón
El primer capítulo, explica por qué es necesario «volver al corazón» en un mundo en el que estamos tentados de «convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia» (2). Papa Francisco lo hace analizando lo que entendemos por «corazón»: la Biblia habla de él como un núcleo «que está detrás de todas las apariencias» (4), un lugar donde «no cuenta lo que uno muestra por fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos» (6). Al corazón conducen las preguntas que realmente importan: «quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios» (8).
«La espiritualidad del corazón se opone al egoísmo de nuestro tiempo, su sensualidad, su indiferencia religiosa, por medio del amor de un corazón que se sacrifica, que es puro, entrañable y compasivo» (Julio Chevalier, La Congregación de los M.S.C., 12 f.)
Gestos y palabras de amor
El segundo capítulo está dedicado a los gestos y palabras de amor de Cristo. Los gestos con los que nos trata como amigos y muestra que Dios «es cercanía, compasión y ternura» se ven en sus encuentros con la samaritana, con Nicodemo, con la prostituta, con la mujer adúltera y con el ciego del camino (35). Su mirada, que «escruta lo más profundo de tu ser» (39), muestra que Jesús «presta toda su atención a las personas, a sus preocupaciones, a su sufrimiento» (40). De tal manera «que admira las cosas buenas que reconoce en nosotros», como en el centurión, aunque los demás las ignoren (41). Su palabra de amor más elocuente es ser «clavado en una Cruz», tras llorar por su amigo Lázaro y sufrir en el Huerto de los Olivos, consciente de su propia muerte violenta «a manos de aquellos a quienes tanto amaba» (46).
«¿Quién podrá entender nunca la grandeza, la inmensidad del amor del Corazón de Jesús? ¿Quién dará a conocer su amor y su amabilidad, su compasión, paciencia y misericordia?» (Julio Chevalier, El Sagrado Corazón, p. 182.).
Este es el corazón que tanto amó
En el tercer capítulo, el Pontífice recuerda cómo la Iglesia reflexiona y ha reflexionado en el pasado «sobre el santo misterio del Corazón del Señor». Lo hace refiriéndose a la Encíclica Haurietis aquas, de Pío XII, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (1956). Aclara que «la devoción al Corazón de Cristo no es la adoración de un órgano separado de la Persona de Jesús», porque adoramos «a Jesucristo entero, el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde destaca su corazón» (48). La imagen del corazón de carne, subraya el Papa, nos ayuda a contemplar, en la devoción, que «el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano» (61) Su Corazón, continúa Francisco citando a Benedicto XVI, contiene un «tres amores»: el amor sensible del corazón físico «y su doble amor espiritual, el humano y el divino» (66), en el que encontramos «lo infinito en lo finito» (64).
«Toda la ternura que caracterizó a Jesús a lo largo de su vida, todos los milagros que hizo, son señales evidentes de la bondad indescriptible de su Corazón» (Julio Chevalier, El Sagrado Corazón, p. 146.)
Amor que da de beber
En los dos últimos capítulos, el Papa Francisco destaca los dos aspectos que «la devoción al Sagrado Corazón debe mantener unidos para seguir alimentándonos y acercándonos al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y misionero» (91). En el cuarto, «El amor que da de beber», relee las Sagradas Escrituras y, con los primeros cristianos, reconoce a Cristo y su costado abierto en «aquel a quien traspasaron», al que Dios se refiere a sí mismo en la profecía del libro de Zacarías. Un manantial abierto para el pueblo, para saciar su sed del amor de Dios, «para lavar el pecado y la impureza» (95). Varios Padres de la Iglesia mencionaron «la llaga del costado de Jesús como fuente del agua del Espíritu», sobre todo san Agustín, que «abrió el camino a la devoción al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor» (103). Poco a poco, este costado herido, recuerda el Papa, «fue asumiendo la figura del corazón» (109), y enumera varias santas mujeres que «contaron experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizadas por el descanso en el Corazón del Señor» (110). Entre los devotos de los tiempos modernos, la Encíclica habla en primer lugar de san Francisco de Sales, que representa su propuesta de vida espiritual con «un corazón atravesado por dos flechas, encerrado en una corona de espinas» (118).
Bajo la influencia de esta espiritualidad, santa Margarita María Alacoque relata las apariciones de Jesús en Paray-le-Monial, entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. El núcleo del mensaje que nos transmite se resume en las palabras que oyó santa Margarita: «He aquí ese Corazón que tanto amó a los hombres y que no escatimó nada hasta la extenuación y la consunción para darles testimonio de su Amor» (121).
«Jesús se dejó clavar en la cruz; dejó que le abrieran el costado y le traspasaran el Corazón para darnos a comprender su amor para con nosotros» (Julio Chevalier, El Sagrado Corazón, p. 80.)
Amor por amor
El quinto y último capítulo, profundiza en las dimensiones comunitaria, social y misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo, que, al «llevarnos al Padre, nos envía a los hermanos» (163). De hecho, el amor a los hermanos es el «mayor gesto que podemos ofrecerle a Él a cambio de amor» (167). Mirando a la historia de la espiritualidad, el Pontífice recuerda que el compromiso misionero de san Charles de Foucauld hizo de él un «hermano universal»: «dejándose modelar por el Corazón de Cristo, quiso acoger en su corazón fraterno a toda la humanidad sufriente» (179). Francisco habla entonces de «reparación», como explicaba san Juan Pablo II: «ofreciéndonos juntos al Corazón de Cristo, “sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia, podrá construirse la civilización del amor tan deseada, el reino del corazón de Cristo”» (182).
«Una persona fervorosa, llena del amor de Dios basta a menudo para convertir grandes ciudades y vastos reinos» (Julio Chevalier, El Sagrado Corazón, p. 85).
El texto concluye con esta oración de Francisco:
«Pido al Señor Jesús que de su santo Corazón broten para todos nosotros ríos de agua viva para curar las heridas que nos infligimos, para fortalecer nuestra capacidad de amar y de servir, para impulsarnos a aprender a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Esto hasta que celebremos juntos con alegría el banquete del reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, que armonizará todas nuestras diferencias con la luz que brota sin cesar de su Corazón abierto. Bendito sea siempre!» (220).
Para leer la encíclica completa, pulse aquí https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2024/10/24/241024f.html