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II Domingo de Cuaresma

Muchas iglesias orientales conservan en sus paredes un itinerario de fe en imágenes, al final del cual destaca, cumbre y meta del itinerario, la imagen de la Transfiguración de Jesús en el Tabor, con los tres discípulos en tierra, víctimas del asombro y la belleza. Un episodio en el que en Jesús, rostro alto y puro del hombre, se resume el itinerario del creyente: nuestra meta se consagra en una palabra que en Occidente ya ni siquiera nos atrevemos a pronunciar, y que los místicos y los Padres de Oriente no temen llamar «theosis», literalmente «ser como Dios», divinización.

El poeta y presbítero padre David Maria Turoldo escribe:

Yo no soy 

todavía y nunca

el Cristo

pero yo soy esta

infinita posibilidad

Se nos da la oportunidad de ser Cristo. De hecho, toda la creación espera la revelación de los hijos de Dios, espera que la criatura aprenda a abandonar su propio yo, para que Cristo sea todo en todos.

Subrayamos de este evangelio dos elementos. 

Lo primero que relata Lucas es que Jesús sube a un monte a orar.

Jesús subió a un monte a orar. Un fuerte cambio respecto al domingo pasado: del desierto al Tabor; del domingo de la sombra (del maligno) que nos amenaza, al domingo de la luz que nos habita.

Jesús subió a un monte alto para orar. Las montañas son como dedos índices que apuntan hacia el cielo, hacia el misterio de Dios y su salvación, nos dicen que la vida es una ascensión silenciosa y tenaz hacia más luz, más horizontes, más cielo.

Jesús subió a un monte alto para orar. La oración es precisamente penetrar en el corazón de luz de Dios. Y descubrir que todos somos mendigos de luz. Según una parábola judía, al principio Adán estaba vestido con una túnica de luz, era su frontera con el cielo. Después, tras el pecado, la túnica de luz fue cubierta por una túnica de piel. Cuando venga el Mesías, la túnica de luz surgirá de nuevo del interior del hombre finalmente nacido, «dado a luz». Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto. Rezar transforma: te conviertes en lo que contemplas, en lo que oyes, en lo que amas, te haces semejante a Aquel a quien rezas. Palabra de Salmo: «Mira a Dios y estarás radiante» (Sal 34,6). 

El segundo elemento destacado por el evangelista Lucas es la reacción de los discípulos presentes ante este espectáculo de luz: estos tres discípulos miran, se emocionan, se quedan atónitos, han vislumbrado el abismo de Dios. Un Dios para gozar, un Dios para maravillarse, y que ha sembrado una gran belleza en cada hijo, en cada uno de nosotros.

¡Rabí, qué bueno estar aquí! Hagamos tres tiendas. Están bajo el sol de Dios y el entusiasmo de Pedro, su exclamación asombrada: – ¡qué bueno! ¡qué bello! – Nos hacen comprender que la fe, debe descender de un estupor, de un enamoramiento, de un «¡qué bello!» gritado desde el corazón. Es hermoso estar aquí. Aquí estamos en casa, en otros lugares estamos siempre fuera de lugar; en otros lugares no es bello, aquí ha aparecido la belleza de Dios y la del rostro alto y puro del hombre. Entonces, dice un famoso teólogo jesuita del siglo pasado, Hans Urs von Balthasar, «deberíamos cambiar el sentido de toda catequesis, de toda moral, de toda fe: dejar de decir que la fe es justa, santa, obligatoria (y mortalmente aburrida, añaden muchos) y empezar a decir otra cosa: Dios es bellísimo». 

Las palabras de Pedro transmiten una experiencia precisa: Dios es bello. En cambio, a veces la predicación ha reducido a Dios a la miseria, relegado a hurgar en el pasado y en el pecado humano. Ahora nos corresponde a nosotros devolverle su rostro soleado, dar testimonio de un Dios bello, deseable, interesante. El Dios del futuro, del florecimiento, un Dios para saborear y disfrutar. ¡Dios es Belleza! 

San Francisco de Asís, que nos contempla con su mirada de bendición desde esta bóveda, lo sabía muy bien cuando en 1224 escribió: 

…Tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción. Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio. Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador... .

Esta imagen del Tabor de luz debe permanecer viva en los tres discípulos, y en todos nosotros; viva y preparada para los días en que el rostro de Jesús, en lugar de luz, chorree sangre, como en aquel entonces en el Huerto de los Olivos, como hoy en las interminables cruces donde Cristo sigue crucificado en sus hermanos.

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