
VI Domingo de Pascua
«El que me ama guardará mi palabra». Amar en el Evangelio no es la emoción que ablanda, la pasión que devora, el ímpetu que hace traspasar. Amar se traduce siempre por un verbo: dar, «no hay amor más grande que dar la vida». (Jn 15,13). Se trata de dar tiempo y corazón a Dios y hacerle un lugar. Entonces podrás observar su Palabra, podrás guardarla con cuidado, para que no se pierda ni una sola sílaba, como un amante con las palabras de su amada; podrás seguirla con la confianza de un niño hacia su madre o su padre. Guardará mi palabra, y hemos entendido mal: guardará mis mandamientos. Pero no, la Palabra es mucho más que un mandamiento o una ley: sana, ilumina, da alas, consuela, salva, crea. La Palabra siembra de vida los campos de la vida, impulsa, sabe a pan, sopla con fuerza en las velas de tu velero.
La Palabra culminante de Jesús es amarás. Guardarás, seguirás el amor. Esa es la casa de Dios, el cielo donde él habita, por eso vendremos y moraremos en él. Si uno ama, genera el Evangelio. Si amaremos, nosotros también, como María, nos convertiremos en la madre de Cristo, le daremos carne e historia, «llevaremos a Dios en nosotros» (San Basilio el Grande).
Para utilizar una frase que resume esta relación especial que Dios quiere tener con cada uno de nosotros, podríamos decir -utilizando las palabras de Gabriel García Márquez -escritor y periodista colombiano- que Dios nos está diciendo hoy: «Me bastaría con tener la certeza de que tú y yo existimos en este momento».
Dos palabras más de Jesús, hoy, para retener en nosotros: una es una promesa, vendrá el Espíritu Santo; otra es una realidad: Yo os doy mi paz.
El Espíritu vendrá, os enseñará, os devolverá al corazón todo lo que os he dicho. Te devolverá al corazón los hechos y las palabras de Jesús, de cuando pasaba y curaba la vida, y decía palabras que no podías ver en el fondo. Pero no bastará, el Espíritu abrirá un espacio de conquistas y descubrimientos: os enseñará nuevas sílabas divinas y palabras nunca dichas. Será el recuerdo ardiente de lo que sucedió en aquellos días irrepetibles y al mismo tiempo será el genio, para respuestas libres e inéditas, para hoy y para mañana.
Y luego: Os dejo la paz, os doy mi paz. No es un deseo, sino un anuncio, en presente: la paz «ya está» aquí, está dada, ya estáis en paz con Dios, con los hombres, con vosotros mismos. La paz desciende, la paz llueve sobre los corazones y los días. Se acabó el dominio del miedo: el dragón de la violencia no vencerá. Es la paz. Un milagro continuamente traicionado (actualmente traicionado 56 veces, tantos como las guerras actuales en el mundo), continuamente rehecho, pero del que no podemos cansarnos. Paz que no se compra ni se vende, sino que es don y conquista paciente, como un artesano con su arte.
No como el mundo la da, yo te la doy... el mundo busca la paz como un equilibrio de miedos o como la victoria del más fuerte; no se preocupa de los derechos del otro, sino de cómo arrebatarle otro trozo de su derecho. Shalom significa, en cambio, plenitud: «es el Reino de Dios el que hace florecer nuestra vida en todas sus formas».
Y finalmente, y vendremos a él y haremos morada en él. La pasión por unirse habita la historia de Dios y del hombre, de modo que Dios ha buscado durante milenios un pueblo y profetas de fuego, reyes y mendigos, y por último una mujer de Nazaret para entrar en comunión con la humanidad. Tomás de Aquino decía que el amor es pasión por unirse al amado. Dios es amor, pasión por unirse a la humanidad.
Y a esta mujer de Nazaret nos dirigimos hoy, en el cuarto día de la novena en su honor, para pedir el gran don del Espíritu: la paz. Aquella que, como decimos en la oración de Acuerdate, comparte la gloria de Dios y es escuchada por Jesus.
Partícipe de la gloria de su Hijo, María tiene un «poder» de intercesión muy especial. Una antigua oración del cristianismo oriental dice: «En tu condición de Madre de Dios, puedes hablar abiertamente con el que ha nacido de ti, el Verbo de Dios que es sin principio como el Padre y de la sustancia del Espíritu; por tanto, no dejes de implorarle, tú que estás exaltada por encima de toda imperfección, que salves del peligro a los que te exaltan como Madre de Dios…». Pidámosle pues el don de la paz: en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestra sociedad, en nuestra Iglesia.
Autor: Hno. Gianluca Pitzolu msc